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Queridos hermano,
En el avangelio de este domingo el evangelista Marcos nos relata la curación de una enferma, la suegra de Pedro, a la que “Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó”. “Se le pasó la fiebre y se puso a servirles”. “Cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y poseídos. La población entera se agolpaba a su puerta”.
También hoy la población entera de enfermos y poseídos por el mal se agolpa a nuestra puerta y llama. Pueblos y naciones enteras viven y mueren amenazados por las epidemias, la guerra y el hambre.
Frente a esta situación todos tenemos la experiencia de sentir que la vida no es más que lucha, esfuerzo, sufrimiento, angustia, cansancio. Y todo envuelto en la vorágine del tiempo que nos arrastra sin dejarnos apenas para pensar ni disfrutar. Basta que logremos superar un problema, una dificultad, para que otra aparezca en el horizonte. Echamos la mirada atrás y vemos el tiempo pasado.
Siempre se ha ido demasiado rápido. Esperamos una dicha incierta que no sabemos si llegaremos a poseer. Para una cierta parte de la humanidad, aquellos a los que les ha tocado la peor parte, ésta es su experiencia básica de la vida. Pero ni siquiera a los que les ha tocado la mejor parte están exentos de dolores y sufrimientos. Y al final la muerte nos iguala a todos. Sin piedad. Sin contemplaciones.
Desde esta experiencia, tan profundamente humana, el paso de Jesús es una especie de alivio infinito, de consolación, de gozo para el alma. No es de extrañar que los que tuvieron la oportunidad de encontrarse directamente con Jesús, o sencillamente de conocer su existencia, se acercasen a él con la esperanza de que les curase de sus dolencias. De todas sus dolencias. De las del cuerpo y de las del alma, que no se sabe cuáles duelen más.
Toda la multitud de enfermos agolpados a la puerta de la casa donde estaba hospedado Jesús esperaban ser curados. Todos vieron confirmadas sus esperanzas. Y el demonio del mal les abandonaba para siempre. La gente estaba desesperada pero por fin habían encontrado a alguien que los liberaba del mal.
El mismo Jesús tiene conciencia de que esa liberación del mal es parte fundamental de su misión. Quiere llegar a todos, por eso les dice: “Vamos a los pueblos cercanos para predicar también allá el Evangelio, pues para eso he venido”.
La predicación para Jesús, más que palabra que ilustra es palabra que cura. Sus milagros son signos que dan fe de la veracidad de sus palabras. Con ellos nos muestra también a nosotros hasta qué punto sin gestos de compasión solidaria la palabra de los cristianos es sólo doctrina. Y no salva la doctrina, sino el amor.
Hoy somos nosotros esa presencia salvadora de Dios en el mundo. Él ha puesto en nuestras manos la misión de dar esperanza y vida a los hombres y mujeres de nuestro tiempo que viven agobiados por el dolor, la pobreza o la injusticia. Hoy los cristianos tenemos que decir con Pablo: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!”.
Jesús cura y nosotros a pesar de decirnos seguidores de Jesús, curamos poco.
Y respondemos a la llamada de los pueblos pobres en muchas ocasiones con la indiferencia y la cerrazón de nuestras fronteras. Por eso, la separación entre fe y compromiso es un grave pecado por parte de muchos cristianos que no quieren saber nada de su presencia pública y de su implicación política en la sociedad.
Ahora bien, ¿Me siento enviado por Jesús a liberar a mis hermanos del dolor y el sufrimiento de todo tipo? ¿Soy capaz de acercarme a los que sufren sin miedo? ¿Qué hago para ayudarles a salir de esas situaciones de muerte?