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Por Padre Manuel Solorzano
Guest Column
Queridos hermanos: Celebramos hoy la fiesta de la Transfiguración del Señor. Este hecho tiene lugar entre la primera y la segunda mención de su Pasión y muerte. Intenta ser una manifestación de la persona de Jesús dirigida a los discípulos. El colofón de esta revelación lo pondrá el Padre: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”.
Jesús invita a tres de sus discípulos a subir con él a la montaña, abandonando momentáneamente la rutina y el asfalto. Jesús busca una experiencia profunda de fe en su persona, algo que no es posible en el valle, en medio de los quehaceres cotidianos de la vida. Arriba, en el Tabor, se verán envueltos en el misterio, que es lo que buscaba Jesús. Y, aunque sólo sean unos instantes de éxtasis, serán suficientes para sentir y percibir la auténtica identidad de Jesús.
A nosotros se nos invita también hoy a subir, a cambiar, a abandonar lo nuestro para profundizar en lo suyo, a dejarnos rodear por el misterio y, en silencio, escuchar al Padre. Todos tenemos como una doble personalidad, la que aparece ante los demás y la que somos realmente, aunque no aparezca a simple vista. Jesús también. Y para evitar el peligro de que los discípulos se equivocaran en quién era Jesús, se transfigura arriba, en la montaña. Allí comprenden que es de verdad el Mesías, y que su camino conduce a Jerusalén, a la cruz. Y, por si no acaban de comprender todo el significado profundo de la cruz, Jesús se muestra ante ellos glorioso, exultante, como no le habían visto nunca.
Nosotros, con la ventaja que nos da el tiempo, comprendemos también al celebrar esta fiesta, quién es Jesús y quiénes somos nosotros. Entendemos el papel de la cruz y el de la gloria, el de la muerte y el de la resurrección. Y esto nos produce un gozo tan grande que, como a Pedro, nos gustaría prolongar y, si se pudiera, eternizar este suceso y no perder esta experiencia personal junto al Maestro. Pero las “transfiguraciones” suelen ser breves y fugaces; duran lo justo para enseñarnos la identidad profunda, en este caso, de Jesús. Comprendida ésta, ya sabremos cómo obrar en adelante.
Acabada la fiesta, hay que volver al llano, aunque cueste descender de lo sublime a lo habitual. Arriba quedará la voz del Padre, la nube, la presencia de Moisés y de Elías, pero irá con ellos el recuerdo, no de un sueño, sino de una teofanía que marcará un antes y un después. Ya no serán lo mismo los caminos de Galilea, ni el Lago con sus barcas y pescadores. Y todo porque cada vez que escuchen a Jesús sabrán que están escuchando al Hijo del Padre, y, al hacerlo, que cumplen sus órdenes: “Este es mi Hijo, escúchenlo”.
Siempre necesitaremos ser cautos y evitar la tentación de querer meter a Dios en “tiendas”, cuando lo que busca él es el corazón y la persona de cada uno de nosotros. Si de verdad hemos estado a gusto con él en la montaña, limpiemos y amueblemos con el mismo gozo y entusiasmo el corazón. Puede que el que, luego, se sienta a gusto sea él y, sobre todo, cuantos, con rostros distintos, le representan por los caminos y cunetas de la vida.
Por tanto, la Fiesta de la Transfiguración del Señor ilumina nuestras mentes para conocer: que Jesús es el hijo amado de Dios, que tenemos que escucharle a Él y que nuestra meta es una vida transfigurada en Dios. Lo que más nos transfigura es el amor; que en este día veamos el amor de Dios por nosotros, en el rostro de Jesús; que veamos tantos rostros transfigurados por el dolor; que veamos tantos rostros transfigurados por la luz, la vida, la alegría …