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Queridos hermanos: Son muchos los que identifican la fe cristiana con un sistema de rígidas exigencias morales, con un modo de vida encorsetado en prohibiciones y obligaciones… Sin embargo, el Evangelio de este domingo nos dice que Jesús entendía su propuesta de un modo muy diferente. Se trata de la invitación a una fiesta. Y no a una fiesta cualquiera, sino a una de las que hacen época: la fiesta de bodas del hijo del rey, adornada con las mejores galas, repleta de manjares suculentos, de terneros y reses cebadas, regada por vinos de solera, vinos generosos…
Tenemos que reconocer que nuestro modo de vida y nuestra forma de celebración no suenan, al menos en muchas ocasiones, al grito jubiloso y apremiante de los criados del rey: “¡Vengan a la fiesta!” Afortunadamente no siempre es así, pero es verdad que muchos encuentran en nosotros un rostro adusto, poco amable, poco atractivo. La liturgia, que es ante todo un banquete, una fiesta, es con frecuencia algo sin gracia y carente del más elemental gusto estético.
En Jerusalén, con todos los indicadores en su contra, Jesús vuelve a formular su anuncio como una buena noticia, como el anuncio de un acontecimiento festivo. Se trata, en efecto, de una boda: el desposorio definitivo de Dios con su pueblo y, por medio de él, con la humanidad entera. Es en Cristo mismo en el que se realiza este desposorio definitivo y último: el pleno encuentro entre Dios y el hombre. La respuesta a la invitación, aunque positiva en un pequeño resto, ha sido por lo general decepcionante: indiferencia por parte de muchos, desprecio por parte de otros, y también abierta oposición, hasta la violencia y las amenazas de muerte. Sin embargo, el rechazo de la invitación por parte de aquellos que, en primer lugar, deben participar en ella, no puede aguar la fiesta.
Vinos y manjares suculentos están preparados y no se echarán a perder. Son los muchos dones de los que Dios nos quiere hacer partícipes: el desposorio del hijo de Dios con la humanidad es una fiesta de la que participamos no como meros espectadores, sino como activos actores.
Ahora bien, la historia que sucedió entonces puede volver a repetirse ahora: también nosotros podemos hacernos los remolones, anteponer otros intereses “nuestros”, más mezquinos, despreciar la llamada, o no responder a ella con la dignidad que se merece. Porque es verdad que la invitación es un don, pero como requiere de nuestra respuesta, es también responsabilidad. A esto se refiere el inquietante episodio final del que entró a la fiesta sin el traje adecuado.
Es verdad que en la invitación no hay filtros: todos están llamados, buenos y malos. Pero aceptar la invitación significa lavarse con el agua del bautismo, revestirse de una nueva condición, iniciar un camino de vida. Es una suerte que te inviten a una fiesta, pero todos sabemos que uno no puede presentarse en ella de cualquier manera. Es aquí, sólo aquí, en donde tienen lugar las exigencias, que, sin duda, también existen, pero que no comparecen más que tras la invitación a participar de la fiesta. Lo que celebramos festivamente y con alegría es algo muy serio. Y es que la alegría de una fiesta de bodas no es algo que pueda tomarse a broma.
Por eso, hay que vestirse de la manera adecuada. Fortalecidos por este banquete continuamente repetido, podemos afrontar además las adversidades de la vida, como nos enseña Pablo, que supo aceptar a tiempo la invitación a la fiesta y así, revestido de su nueva condición, salió a los caminos del mundo a gritar por doquier “¡vengan también ustedes a la fiesta!” Y esa es, en esencia, la vocación de todo cristiano: invitados que saben ser también servidores y van diciendo con sus palabras y su modo de vida a todo el mundo, a buenos y malos, “¡vengan a la fiesta!”