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Una vez dijo alguien que “es imposible amasar una fortuna sin antes hacer harina a los demás”. Posiblemente sea una exageración pero, como todas las exageraciones, tiene algo-mucho de verdad. La realidad es que la prosperidad que se experimenta hoy en los países desarrollados se debe mucho al trabajo y la industria de sus ciudadanos pero también, seamos realistas, a todo lo que en el pasado y hoy de diversas maneras, se ha sacado de los pueblos más pobres. No es cuestión de entrar aquí a discutir cuestiones económicas ni históricas. Pero sin llegar tan lejos no es difícil comprender que el sistema económico en el que vivimos no es precisamente evangélico.
En el evangelio de hoy Jesús nos cuenta la historia del administrador injusto. Sabe que va a ser despedido y procura utilizar todos los recursos de que dispone para hacerse con amigos que le garanticen su futuro. Ya se sabe, “hoy por ti y mañana por mí”. Jesús no pretendía hablar de economía. Simplemente planteaba la situación de un hombre que se encuentra en una situación límite y que es capaz de discurrir lo suficiente como para sacar partido de ella en orden a cubrirse el futuro. Pero a nosotros nos vale la comparación y no es difícil aplicarla al mundo de la economía que tan importante es en nuestra sociedad.
En primer lugar, ¿quién no está a punto de ser despedido? Ciertamente hoy se vive una situación de precariedad laboral. Pero es que además, nuestra estancia en este mundo es limitada, nuestra vida aquí tiene fecha de caducidad, aunque no esté escrita en la etiqueta como en los productos del supermercado. No sabemos de cuanto tiempo disponemos. En segundo lugar, ¿no es injusto el dinero que tenemos? ¿Podemos decir que es “mío”? Los recursos de este mundo son para todos y en la fraternidad todo se comparte. Así que lo mejor que podemos hacer es compartir aquello de lo que nos hemos apropiado. Y, tercero, que mejor que compartirlo haciendo amigos, creando fraternidad, estableciendo lazos de solidaridad. De esa manera lo que en nuestra sociedad nos separa – lo mío y lo tuyo, mi dinero, mi casa...–, se convierte en instrumento de fraternidad. Y, de paso, nos encontramos con la llave que nos abre la puerta a una vida mejor, a una vida más plena en la que ya aquí podemos saborear la vida del Reino: la fraternidad de los hijos de Dios.
Al final, los que se dedican exclusivamente a cuidar lo “suyo” convierten el dinero, lo que poseen, en un ídolo, en otro dios al que sirven con pasión y devoción. Pero se equivocan porque Dios sólo hay uno. Y los bienes de este mundo no son más que instrumentos al servicio del Reino.
Por tanto, hoy la Palabra de Dios nos recuerda la idea de que todos somos simplemente administradores de los recursos de Dios. Debemos administrar el tiempo que se nos ha dado, los bienes de que disponemos, los afectos que engendramos, … y nuestra gestión debe tener un objetivo: el bien común, la construcción del Reino. Ni los bienes ni la propia administración son fines en sí mismos, sino medios para llegar a una realidad más humana y más justa.
¿Utilizo bien los recursos de que dispongo o los despilfarro en gastos inútiles que no me benefician ni a mí ni a mi familia? ¿Cómo los debería usar? ¿Cómo contribuyo a crear fraternidad con mis bienes?