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Queridos hermanos: El texto evangélico de este domingo nos presenta a los discípulos llenos de dudas, ante la repentina presencia de Jesús resucitado. “Jesús les dijo: ¿Por qué se espantan? ¿Por qué surgen dudas en su interior? Miren mis manos y mis pies...”.
Ante esta pregunta de Jesús, muchos hombres y mujeres de hoy desplegarían una larga lista de motivos para dudar, para no terminar de creer. La incredulidad, la desconfianza, las dudas respecto a la “identidad” de aquel que se les aparecía, son rasgos del camino lento y fatigoso que irían conduciendo a los apóstoles hacia la fe. La realidad de la resurrección les parecía demasiado bella como para ser verdad. A veces los apóstoles tuvieron la impresión de tener delante a un fantasma; otras veces, como en el lago de Tiberíades, no “reconocieron” en el Resucitado al Maestro al que habían seguido por los caminos de Palestina. O aquellos dos de Emaús del Evangelio de hoy, que no se dieron cuenta de quién era aquel peregrino hasta la Fracción del Pan. Incluso después de su última manifestación antes de la Ascensión sobre un monte de Galilea – nos cuenta Mateo – “algunos dudaron”.
Sus dudas, persistentes incluso después de tantas señales dadas por el Señor, prueban, ante todo, que los apóstoles no eran unos ingenuos. Y, además, muestran que la fe no es un rendirse sin más ante la evidencia, ya que el Señor no quiere “imponerse”, sino que quiere una respuesta libre a su llamada. Existen razones respetables para rechazarla, y el hecho de que haya incrédulos prueba que Dios actúa de manera muy discreta, que respeta la libertad humana.
Por eso, lo primero que podemos afirmar es que la fe no es nunca una certeza absoluta. Que lo normal es tener dudas. Nadie, que de verdad se haya arriesgado a creer, puede decir que alguna vez no lo han sorprendido las dudas frente a las verdades que confiesa y que han formado parte de su vida. Según vamos avanzando en la vida y vamos acumulando experiencias, aparecen unas dudas y otras. La biografía de grandes creyentes de nuestra historia así nos lo muestran. Recordemos cómo la Madre Teresa de Calcuta confesaba haber tenido dudas terribles durante muchísimos años. O el famoso filosofo Unamuno que vivió en permanente lucha entre el creer y el no creer, que deja como epitafio: “Méteme Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar, dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar. Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo”. Por tanto, las dudas no se pueden confundir con la falta de fe. La acompañan y empujan a madurar y buscar. Sólo quien duda, avanza. No pocas veces el problema está más bien en nuestras falsas ideas y expectativas sobre Dios. Como los de Emaús que decían “nosotros esperábamos, creíamos...” y resulta que la cosa se les había quedado en nada.
En segundo lugar: no todas las dudas tienen el mismo peso. Hay dudas sobre aspectos centrales y esenciales de la fe y otras que no. Por ejemplo: dudar de la resurrección del Señor, de que Él esté vivo en medio de nosotros, o de su presencia en la Eucaristía, o las verdades recogidas en el Credo son cuestiones fundamentales... Pero no es raro que el problema esté más bien en las explicaciones que nos dieron o en el lenguaje utilizado... que tal vez ya no nos valen. Hay cristianos que pretenden que las catequesis que recibieron en su infancia, o las explicaciones más o menos acertadas de las homilías, o de un cura o catequista en concreto... tienen que valerles para siempre y para todo. Y también decir que no pocos confunden sus dudas sobre la Iglesia, la moral o ciertas tradiciones... con la propia fe. Muchos de nosotros tendremos que seguir creyendo a tientas, entre dudas y búsquedas permanentes, pero sin asustarnos ni huir de ellas. Y si acaso gritaremos, como aquel padre que pedía la curación de su hijo: “¡Creo, Señor, pero aumenta mi fe!”