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Diciembre 6, 2020
2˚ Domingo de Adviento
Marcos 1: 1
Queridos hermanos: continuamos nuestro tiempo de prepación con este segundo domingo de Adviento en el que el evangelista Marcos hace una alusión inmediata a la profecía de Isaías y al nuevo profeta, Juan, y su actividad en el desierto, que nos hablan del cumplimiento de las antiguas promesas de Dios. El Dios padre de Jesucristo, es un Dios que cumple sus promesas. Pero cuanto nos cuesta creelo.
Adviento es el tiempo que nos invita a refrescar nuestra esperanza, a sacudirnos el escepticismo, a no vivir de espaldas a las promesas de Dios, a curarnos la ceguera con los signos de su venida. ¿Qué signos son esos? Estamos hablando, no lo olvidemos, de una “buena noticia”. Por lo tanto, se trata de signos de vida, de vida nueva. Y estos signos hay que buscarlos y encontrarlos en un mundo cargado de motivos de muerte, un mundo viejo y caduco, que se encamina por sí mismo a su propio final.
Las expresiones apocalípticas de la carta de Pedro sobre la desintegración del mundo hay que entenderlas en este sentido: no es que Dios se disponga a destruir nada, sino que lo caduco de este mundo tiende a su propio fin. Pero de entre sus ruinas florece la esperanza de un cielo nuevo y una tierra nueva, y a ellos mira la vida piadosa que debemos conducir: esperamos la visita de Dios, portador y fuente de toda justicia.
Pero nuestra esperanza no es la de los espectadores que, sentados, se limitan a contemplar y a esperar el “final feliz”, sino la de actores que preparan, anticipan y hacen posible esa venida. Nos lo recuerda de nuevo Pedro: “Esperen y apresuren la venida del Señor”. La obra de la justicia también es tarea nuestra: ir trabajando en este mundo viejo para hacerlo nuevo. Y esto hemos de hacerlo, en primer lugar, en nosotros mismos, pues también nosotros somos partícipes del mundo viejo llamado a hacerse nuevo.
Tenemos que abrir en nosotros mismos espacios de justicia, y el primer paso, al que nos llama y en el que nos ayuda Juan el Bautista, es el de reconocer nuestra propia injusticia, convertirnos, confesar nuestros pecados y purificarnos por dentro, es decir, hacer nuestra parte removiendo obstáculos, preparando el camino del que ha de hacer nuevas todas las cosas, del que nos bautizará con Espíritu Santo.
Ante el viejo mundo, en el que no habita la justicia, la actitud correcta no es limitarse a denunciar, ni sobre todo lamentarse, indignarse o amenazar; hay que ponerse manos a la obra. De esta manera, nos vamos convirtiendo nosotros mismos en signos de esa esperanza que se cumple, nos vamos transformando en profetas. La dimensión profética es consustancial a la vocación cristiana. Significa vivir en la encrucijada entre el mundo viejo y el nuevo. Y ello conlleva con frecuencia vivir en el desierto: el lugar no transitado por las modas y los poderes.
La soledad del desierto es el precio de la autenticidad, pero es también el comienzo del mundo nuevo. Sí, decididamente, tenemos que aprender a vivir como profetas, como Juan: vivir con sencillez y, aun sin descuidar nuestras necesidades básicas, no hacer de ellas ni la meta principal, ni el sentido de nuestra vida.
Tenemos que ser signos, que indiquen la cercanía del Salvador, y preparen su venida. No podemos ser profetas de desgracias, sino de consuelo: “Consuelen, consuelen a mi pueblo, -dice nuestro Dios-; hablen al corazón de Jerusalén”; no podemos anunciar amenazas, sino perdón, subrayando el principio del mundo nuevo, reconciliado, reunido en torno al buen pastor que viene a congregarnos y que se ocupa de nosotros: “Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres”.