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32˚ Domingo del Tiempo Ordinario
Mateo 25: 1-13
Noviembre 08, 2020
Queridos hermanos: El evangelio de este domingo nos presenta otra escena en la que los fariseos deciden tenderle una trampa a Jesús, con una intrincada cuestión legal. La maraña de los 613 preceptos de la Ley, planteaba frecuentes conflictos y problemas de interpretación sobre la prioridad de unos sobre otros, por lo que era un terreno ideal para tratar de pillar al joven Maestro de Nazaret en una respuesta que diera ocasión para acusarlo.
Jesús, como siempre, dice mucho con pocas palabras. Es decir, resuelve una cuestión que se antojaba irresoluble con extrema sencillez y apelando a la única fuente de autoridad reconocida por los fariseos. Jesús, nos dice con claridad qué debemos amar y con qué medida: a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser; y al prójimo como a nosotros mismos. El amor a Dios, fuente de todo ser y de todo bien, tiene que ser un amor de entrega total, de plena unión con su voluntad, de completa actitud filial. Un amor así sólo puede orientarse a Dios, pues si se dirigiera a cualquier otra cosa, se convertiría inmediatamente en idolatría que nos reduciría a esclavos dependientes de algún falso dios. Sólo la perfecta entrega al único Dios garantiza nuestra libertad, porque a Él le debemos el ser y la dignidad, de Él venimos y a Él nos dirigimos.
El amor al prójimo, por su parte, tiene como justa medida el amor que debemos profesarnos a nosotros mismos. Los demás son iguales a nosotros, por lo que el verdadero amor al prójimo no es de sometimiento servil, sino de respeto y apertura solidaria a sus necesidades, que son básicamente las mismas que las nuestras. Si al tratar de atender a nuestras necesidades nos cerramos a las de los demás caemos en el egoísmo, y de ahí fácilmente derivamos al “uso” y abuso de los otros como meros medios para la satisfacción de nuestros intereses, es decir, caemos en la injusticia, la manipulación y la violencia. Pero sabiéndonos iguales en dignidad, el amor al prójimo se funda en el sentimiento de justicia, que se expresa en la versión negativa de la regla de oro: “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan”; y en el sentimiento de compasión ante las necesidades ajenas, que se vierte en la fórmula positiva de la misma regla: “hagan a los demás lo que quieran que les hagan a ustedes”.
Este es el recto orden de prioridades que nos enseña Jesús, para que, desde este mandamiento principal y del segundo, que se le asemeja, podamos amar todas las demás cosas en su justa medida, y abstenernos de amar aquellas cosas que nos apartan de nuestra verdad y nuestra salvación.
Ahora bien, si Jesús, para expresar cuál es el mandamiento más importante, se ha remitido a dos textos del Antiguo Testamento, ¿en dónde está su novedad? La novedad principal está en que Jesús da a los dos preceptos del amor a Dios y al prójimo una profundidad y sentido nuevos. Él no ha venido a abolir la Ley ni los Profetas, sino a darles cumplimiento, a perfeccionarlos, a llevarlos hasta el final. Y esto es lo que hace en su respuesta. Y es que al hablar de Dios y del prójimo, Jesús nos está introduciendo en una comprensión completamente nueva de uno y del otro.
El Dios del que habla es su Padre, que en Jesús se hace Padre de todos, buenos y malos, justos e injustos. Y de ahí la semejanza del segundo mandamiento con el primero: si Dios es Padre de todos, todos los seres humanos, hechos a semejanza de Dios, son hermanos entre sí. Jesús reinterpreta el significado del amor al prójimo, que era antes de Él un amor limitado al más próximo, al familiar, al miembro del clan, a la comunidad israelita, y lo extiende a todos los hombres y mujeres sin excepción, todos creados a imagen y semejanza de Dios, todos llamados a la filiación en Cristo.