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Enero 6, 2024
Solemnidad de la Epifanía del Señor
Mateo 2:1-12
El nacimiento de Jesús, así como la continuidad de su vida de Nazaret, fue un acontecimiento oculto. Pero en el plan de Dios “nada hay oculto que no acabe por revelarse” diría luego Jesús. Dios nos revela lo esencial para nuestro ser. Nuestra fe es respuesta a una revelación.
O lo que os lo mismo a una manifestación, a una epifanía, de Dios y de su proyecto para nosotros. La revelación es ante todo la persona de Jesús. El niño que nace en un establo en un lugar perdido de Judea, que recibe el homenaje de unos pobres pastores, pero es olvidado por las fuerzas sociales y religiosas, necesita salir a la luz, ser revelado: no sólo a los judíos, sino a todos los pueblos: a los gentiles también, a aquellos que no pertenecen ni a al pueblo ni a la religión judía, a los Magos.
Por tanto, “Epifanía” significa “manifestación”, “revelación”, “desvelamiento”. Y eso es lo que celebramos hoy como Iglesia: que Dios se ha manifestado a todos los pueblos. Y lo ha hecho de manera que todos le podamos comprender, recibir y acoger: en la humildad de una carne mortal como la nuestra.
La liturgia distingue tres revelaciones o epifanías: la que se hace ante los gentiles, que es la solemnidad que hoy celebramos, o sea la manifestación ante los Magos; la epifanía ante los discípulos de Juan, que se celebra en la fiesta del Bautismo del Señor, o sea mañana lunes; la epifanía ante sus propios discípulos, que suele recordarse en el domingo siguiente con el evangelio de las bodas de Caná.
El evangelio de hoy nos presenta a los magos de Oriente que representan a los distintos pueblos y razas de la tierra. Para todos ha venido el Salvador. No sólo para el pueblo de Israel, sino que, a través del resto fiel de ese pueblo, el Señor quiere llegar con su presencia hasta los confines del mundo y hasta los rincones de todos los corazones.
Recorriendo este relato evangélico de hoy, podemos reconocer en estos magos de Oriente unos “discípulos misioneros”, modelos de la llamada que nos está recordando últimamente el Papa Francisco. ¿Y cómo pueden ser los magos unos discípulos misioneros?
En primer lugar, porque buscan signos. No se limitan a ver pasar la vida, sino que en ella buscan aquello que los lleve a Dios y a descubrir su voluntad. Son buscadores. En segundo lugar, porque preguntan. Y preguntar es la primera tarea de todo discípulo.
Reconocen que no saben y preguntan a quien cree que les puede ayudar, orientar, aconsejar. Porque si no hay preguntas, sobran todas las respuestas.
En tercer lugar, caminan. Porque de nada sirve mirar y preguntar si eso no lleva a un movimiento. Salen de su tierra, se movilizan, hacen todo un camino … como Abraham y Sara, como tantos otros hombres y mujeres. Y también adoran. Porque adorar es la actitud cabal del discípulo que encuentra la Luz, y ante esa presencia pone su vida y todo su ser.
Por último, estos gestos de discípulos que tienen los magos se completan con su ser misioneros. En el relato viene apuntado en la última frase: “se marcharon a su tierra …”. ¿Qué dirían, qué contarían, qué harían … a partir de lo que encontraron en Belén? Eso es ser misionero: anunciar con las palabras y mostrar con las acciones que Dios está con nosotros y por nosotros en la persona de Jesús, trayéndonos caminos de nueva vida.
Ser “discípulos misioneros”, al estilo de los magos de Oriente, todo un regalo y toda una tarea que se nos recuerda en esta solemnidad de la Epifanía.
Que podamos conocerle y darlo a conocer, que le amemos y lo hagamos amar, que le sirvamos y le hagamos servir, que lo alabemos y lo hagamos alabar por todas las criaturas.