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Por Dominicano El Padre Manuel Solorzano
Queridos hermanos: Regresamos al tiempo Ordinario, después de la Pascua y las fiestas posteriores, con una clara invitación a mirar de nuevo nuestra cotidianidad, la realidad más cercana, la vida de cada día y, especialmente nuestra propia naturaleza, que, aunque mortal y por tanto débil, es de Dios, llamada a ser, cada vez, más humana y más divina.
En la primera lectura del libro del Génesis nos encontramos con dos realidades: la falta de responsabilidad de Adán y Eva y el poder que Dios concede a la mujer en el relato. Adán no es capaz de responder de forma coherente al Creador. No se responsabiliza de sus actos: “la mujer...”. Eva no se responsabiliza tampoco de lo que ha hecho: “la serpiente...”. Ninguno de los dos es capaz de aceptar que se han equivocado, que no han obedecido y que han metido la pata. Dios les dio solo un par de indicaciones sobre lo que podían y no podían hacer y han hecho lo contrario. Pero en lugar de aceptar el error, se muestran esquivos y echan la culpa a la otra. Es lo que ocurre cuando no nos responsabilizamos, no damos una respuesta coherente de lo que hemos hecho.
Dios no maldice al hombre y a la mujer, sino a la serpiente. A ellos los castiga, pero dando poder a la mujer sobre el reptil, sobre el mal. El Creador nos hace libres y responsables de nuestros actos y de esta forma nos hace poderosos y poderosas. Si hubiera querido tener a sus pies seres obedientes nos habría hecho autómatas, seres sin capacidad de tomar decisiones. El texto del Génesis nos acerca hoy a lo más profundo de la naturaleza del ser humano y, si no dejamos, nos enfrenta con nosotros mismos y, cómo no, con la imagen de Dios en la que creemos y que nos va configurado como personas.
Por su parte, en el Evangelio de hoy nos volvemos a encontrarnos con el mal. Esta vez no en forma de serpiente sino “encarnado” según sus enemigos, en el propio Jesús. Él les responde clara y directamente, como siempre. Él les podía haber dicho: “Imposible, mi familia es otra. No soy de los de Belcebú, como ustedes”, Pero intenta ser pedagógico, como siempre, y les cuenta alguna pequeña parábola con una enseñanza interesante para todos nosotros, las personas que decimos seguirle: todo se perdonará menos las blasfemias “contra el Espíritu Santo”. No parece que en el texto queden muy claras cuáles son estas, pero cerrarnos al Espíritu no parece que sea demasiado positivo para quienes fuimos bautizados también en su nombre. Es ponerlo del lado de las tinieblas cuando viene a traer luz; es ponerlo de parte de los cobardes, cuando viene a ser la misma fuerza salvadora y liberadora de Dios; es ponerlo en el ámbito de la cultura malsana de Satanás, cuando todo lo experimenta y lo pace en nombre de Dios y de su bondad. Ese es el pecado contra el Espíritu.
Hace pocas semanas celebramos la presencia del Espíritu en medio de la Iglesia y poco después su ser Trinidad, esa comunidad originaria de la que forma parte junto al Padre y el Hijo. Somos comunidad de creyentes porque el Espíritu vive en medio de nosotros y es Él quien nos habla de Misericordia. Lo necesitamos para saber si estamos actuando como nuestro Dios, Padre y Madre nos pide y para, en caso de no hacerlo, ser responsables de nuestras actuaciones; nos hace falta el Espíritu para saber qué cosas de las que nos rodean o hacemos son y vienen de Él; es quien nos permite ir a lo profundo dejando a un lado lo superficial y en su ausencia somos incapaces de esperar “en su palabra [...] más que el centinela a la aurora”. Por eso, una vez que descubrimos al Espíritu presente en nuestras propias vidas podemos cantar con el salmista: “Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa."